Relatos de escalada

Viaje a Través de los Majestuosos Andes de Ecuador, Edward Whymper

Cumbre del Sincholagua, dibujado por <em>Edward Whymper</em>

Cumbre del Sincholagua, dibujado por Edward Whymper

La ascensión al Cotopaxi fue considerada como de un carácter puramente científico por mis ayudantes. No eran de su gusto prolongadas residencias en lugares elevados; anhelaban por trabajos más en armonía con sus viejas tradiciones; por algo así como arrojarse del lecho, y salir a la aurora con cuerdas y hachas, en busca de un gigante, matarlo, y regresar al crepúsculo, con gritos y algazaras, trayendo su cabeza en una mochila. Sacrifiqué un día para llenar sus deseos, y les dije que escogieran un pico, como quien da una ciruela enconfitada a un muchacho revoltoso para que se mantenga en quietud.

Los gigantes eran escasos en las inmediaciones del Pedregal. Mis hombres miraban con desprecio al Pasochoa, y al Rumiñahui no le hacían caso, pues había, por lo menos, media docena de caminos para subirlo. Su elección recayó sobre el Sincholagua, un agudo picacho, como para personas de gusto por las Aiguilles, que se nos ponía en evidencia cuando mirábamos por las ventanas de Machachi; y al que podía ascenderse por un único camino…

Como el Sincholagua prometía trabajo para un día entero, se decidió que iríamos a caballo, hasta donde pudieran llegar los animales y que partiríamos antes de la salida del sol; mas, cuando llegó la hora, las mulas no se hallaban, o, mejor dicho, se hallaban en todas partes, menos en donde debían estar; pues, los arrieros, después de traerlas a un patio en donde no tenían nada que comer, dejaron abierta la entrada, y los animales vagaban por los potreros, en donde había pasto.

Partimos el 23 de febrero a las 7 a.m. y después de seguir durante algunas millas por el camino del Cotopaxi, tornamos bruscamente hacia el E., en dirección a la montaña que nos ocupaba; cruzamos el pequeño río Pedregal y una parte de terreno pantanoso; y, a las 8.15 vadeamos el río Pita…

A una altura de 14,800 pies los animales no podían seguir adelante, y los dejamos a cargo de Cevallos. El terreno herboso quedaba debajo y principiamos a ascender por despeñaderos profundos coronados por prados de nieve y hielo, el principio de un hermoso glaciar colgante que serpenteaba por rocas casi perpendiculares, como agarrándose a ellas con los pies y con las manos.

Nos atamos y nos dirigimos hacia el N. E. sobre un áspero terreno. La manera de aproximarnos a la cima fue convenida de antemano. El lado S. del Sincholagua es inaccesible, está guarnecido por pináculos semejantes a los dientes de una sierra y termina en la cumbre por un precipicio cortado a pico. El lado occidental es igualmente impracticable, y el único camino por el que se podía llegar a la cumbre era por el N., a lo largo de una arista de nieve que descendía de la cresta de la montaña.

En dos horas subimos más de mil pies, y, tomando a la derecha, trepamos por la nieve y pasamos bajo los peñascos del pico menor, o sea el septentrional. Nos hallábamos a cerca de 16,000 pies de altura; todos con muy buen ánimo, nos inclinábamos a cantar victoria y a proclamar la superioridad de los veteranos, cuando… (el cielo sabe de dónde vino), una granizada nos envió volando en busca de refugio a los peñascos, en cuyas figuras nos encajamos, cubriéndonos la cara con las manos para protegernos de los pedruscos de hielo de media pulgada que saltaban y rebotaban en todas direcciones, y herían las rocas, con tal furia, que quebraban y hacía saltar fragmentos de sus bordes superiores. Por dos ocasiones dejamos nuestro refugio, y otras tantas fuimos derrotados; estos pedruscos eran tan desagradables, como una lluvia de balas.

Hubo un momento de tregua. Principió a caer nieve, mezclada al principio con granizo, y después en mucha cantidad, y en grandes copos. Cesó el granizo y le sucedieron los rayos. Saliendo de nuestro refugio atravesamos el glaciar hacia una pequeña isla que había en su mitad, asaltamos la vertiente que se apoya en la muralla que forma la cumbre y vimos que la nieve había llenado un precipicio en el lado oriental. El estrecho camino a lo largo de la arista nos llevó al pie del pico final. No podíamos equivocar el camino aunque la cumbre estaba invisible, pues nuestra arista, levantándose más y más, desaparecía entre las nubes.

Hasta entonces las centellas habían brillado rara vez a través del aire opaco, seguida cada centella de una sola detonación, que es lo único que se oye cuando se está cerca del lugar de la descarga. Alrededor del pico brillaban sin intermitencia, cayendo a menudo, varias en un solo instante. Todo el aire parecía saturado de electricidad, y el trueno retumbaba de continuo.

Haciendo silbar con furia las hachas y obligados a seguir por la arista del lomo, debido a la aspereza de sus lados, nos aproximamos poco a poco a la cumbre. La nieve se había reducido a una simple capa que se apoyaba en la roca, y era maravilloso que se mantuviera firme en un ángulo tan escarpado. No se podía formar escalones a la distancia ordinaria; el que iba la cabeza se extendía para poder formar una pequeña plataforma, vapuleándola hasta hacerla resistente, lanzaba después el hacha tan alto como podía y se encaramaba, mientras el segundo clavaba su bastón cuanto podía para impedir que se quebrara la nieve. De este modo llegamos a la cumbre; su ápice era demasiado pequeño para subir hasta él y, por excepción, era una roca sólida y uniforme, recta hasta su punto más elevado. Juan Antonio golpeaba la cabeza del gigante con su hacha, mientras yo trabajaba pocos pies debajo.

Llevada a cabo esta importante ceremonia, volvimos caras y descendimos. Los rayos brillaban a nuestra espalda sobre la cumbre; cesaron al fin, y nosotros corrimos hacia Cevallos y, arriando las bestias delante de nosotros, al trote, hacia las faldas de los declives, volvimos a pasar el río Pita, en un lugar más alto que la primera vez, y apresuramos el paso de nuestras cabalgaduras hasta el Pedregal.

El gigante estaba vencido, y regresamos alegres, con su cabeza en el saco…

Revista Montaña No. 31, escrito por Hugo Torres

El Sincholagua cubierto con glaciares, ahora los ha perdido todos

El Sincholagua cubierto con glaciares, ahora los ha perdido todos

Tuve la oportunidad de escalar la segunda cima en importancia, la cumbre sur, en agosto de 1974. Lo hice junto a mi gran amigo Miguel Andrade, uno de los grandes escaladores que ha dado nuestro país, y con quien tuve además la oportunidad de ascender otros picos vírgenes, entre los que destaca la cumbre oriental del Antisana. Ese ascenso nació como han nacido todos los ascensos a las cumbres vírgenes de nuestro Ecuador: simplemente por el deseo de hacerlo. Esa era una época de grandes conquistas, de sana competencia deportiva, liderada sobre todo por ascensionistas del Colegio San Gabriel y del Club de Andinismo de la Escuela Politécnica Nacional.

Junto a un grupo de queridos amigos —Marcelo Asanza, Patricio Hoyos, Erica Elliott y otros que ahora se me escapan de la memoria— decidimos afrontar el reto. Todos llevamos el equipo pesado de escalada hasta la base de la montaña, a donde arribamos a través de Limpiopungo, cruzando y ascendiendo los páramos hacia el suroeste de la montaña. Una vez ubicados en la base de las rocas, ascendimos hacia la derecha por un canal saliente de arena que nos llevó hasta una terraza al pie de un farallón rocoso. Allí nos dimos cuenta de que la cosa no era tan sencilla como parecía al mirarla desde lejos. Buscamos hacia ambos lados de la pared de roca, que era extraplomada casi en su totalidad, hasta que finalmente encontramos el "talón de Aquiles" del farallón: una pequeña fisura de aproximadamente diez metros que descendía desde el tope hasta la base misma del extraplomo. Dijimos hasta pronto a nuestros amigos, y por allí, por esa casi imperceptible rajadura, se encaramó el primero de nosotros.

Siempre he admirado las cualidades innatas de escalador de Miguel Andrade. Ese día, como tantos otros, clavó sus dedos en la fisura como si fuesen uñas de gato, colocó las nueces y los pitones, y poco a poco fue ganado altura hasta desaparecer sobre el borde superior. La cuerda se tensó y desde arriba Miguel me señaló que ya estaba listo el seguro para subir. Seguí sus pasos con la seguridad que me daba el saber que estaba protegido desde arriba, y pronto llegué a su lado.

¡Qué bello espectáculo! A nuestros pies el extraplomo y al frente el magnífico cono nevado del Cotopaxi; hacia arriba, sobre nuestras cabezas, un enmarañado de rocas y paredes pedregosas que no se veía nada mal. Fue mi turno para proseguir abriendo el ascenso roca tras roca, pared tras pared. Con cuatro largos de cuerda más salimos por fin hacia una amplia terraza de piedras y arena para toparnos con otro farallón, al cual atacamos con relativa facilidad. Por último, un gran triángulo inclinado de arena nos llevó directamente hacia la cumbre. Eran solamente las 3 o 4 de la tarde, así que nos llenamos de la placentera tranquilidad de haber terminado un trabajo bien hecho. Decidimos bautizar pico con el nombre de un insigne profesor de la Escuela Politécnica Nacional, el Dr. Bruce Hoeneisen, uno de los pioneros en introducir en el Ecuador, en la década de los setenta, las técnicas modernas de escalada en roca.

Aunque descendimos lo más rápido que pudimos, el umbral de la noche nos alcanzó al terminar de rapelar el primero de los extraplomos que habíamos ascendido muchas horas antes. Con linternas logramos bajar el canalón de arena y al llegar al páramo decidimos terminar la jornada. Estábamos cansados y nos merecíamos un buen sueño. Además, la noche era hermosa y nuestros amigos ya nos habían visto, así que no había preocupación.

Muy temprano a la mañana siguiente escuchamos ruidos a nuestro alrededor: allí estaban nuestros compañeros con té caliente, unos sánduches deliciosos y, sobre todo, ese gran cariño que siempre nos une a los montañeros.

Acercándose a la Cumbre Máxima, 1974

Acercándose a la Cumbre Máxima, 1974

Otras rutas abiertas
Pico Eichler (Oriental): Arturo Eichler y H. López1952

* Pintura de portada: Petrus Andreas de Vuyst, Buscando la vida interior del Sincholagua, 2014, Casa de la Cultura Ecuatoriana.

Parque Nacional Cotopaxi